SIETE ABRILES
Allí estaba. Parada, sola en aquella habitación vacía, la misma que siete años atrás había sido
testigo del milagro más maravilloso que ella viviera. Sintió nuevamente la fuerza de su mano, la
mirada atenta y el sonido de su nombre, Lulita, en la voz del ser que más extraña.
Quince días de agonía. Lulita firme a su lado, le sacaba las semillas a las uvas y se las daba de
comer en la boca, como varios años atrás, él lo había hecho con ella. Hablaban en silencio. Ellos se
entendían. Lulita recordó aquellas charlas escondidas del resto de la familia, en la última
habitación de la casa. La confesión de algún amor platónico sin importancia. Él lo hacía sentir
único.
¡Cuanta falta le hacía! Sintió ganas de contarle su presente. Comenzó a hablar sola y el eco de su voz la hizo caer en la cuenta, de que seguía estando vacía.
No había vuelto a pisar esa habitación. Lo intentó. La obligaron. Se ahogaba, se le nublaba la vista. Prefería estar en otros rincones de la casa, donde recordaba alegrías. Como aquel sillón del living.
Debía quitarse los zapatos para subir. Sus piernitas colgaban con gracia a pesar de que siempre fue alta, como él.
Cuando le dieron la noticia de que sólo había que esperar, estaba sentada en la mesa redonda de la cocina, donde solían almorzar dos veces por semana cuando salía de la escuela. Sus padres y su abuela permanecían allí, no los vio. Lloró. Delante de todos, nunca lo había hecho en años. Para su familia, ella no lloraba. Se volvió a sentar en aquella mesa. Esta vez sola, ya no quería estar en la habitación. La casa estaba a oscuras. Nadie levantaba aquellas pesadas persianas.
Lulita sonrió. Recordó aquel famoso álbum de figuritas, el de Barbie, el único que completó. Él solía comprarle de a diez paquetes. Se habían propuesto llenarlo en complicidad con su tía.
Lulita lloró. Otra vez la ausencia. Hurgó en otras habitaciones, cumplía con la orden de su padre, aunque ya era adulta.
- Andá a la casa de los abuelos y elegí lo que te querés llevar.
Ella no quería nada. Todo estaba guardado en su corazón. Igual buscó. Encontró el viejo tocadiscos y el LP del Topo Yiyo, su preferido. También algunas canzonetas italianas que solían escuchar después del almuerzo de los domingos. Era italiano, pero se sentía más argentino que el resto.
Lulita sintió ganas de regresar a aquellos tiempos, donde él hacía magia para divertirla y de sus orejas salían miles de caramelos.
No había elegido nada aún.
Caminando por el pasillo, se detuvo en la pared de los nietos. El mural de sus primos y el de ella, seguían allí con un poco de polvo, pero intactos. Milimétricamente colocados para no romper la armonía. Se vió cuando todavía era Lulita, se reconoció en esa mirada y por primera vez sintió orgullo de si misma.
Tantas veces él la había ido a buscar a la puerta del colegio o cuando trabajaba con su padre y a escondidas la dejaba jugar entre los algodones gigantes. Así vivía.
Aquella mañana del miércoles 16 de abril, Lulita presintió lo que iba a suceder. Se habían despedido el viernes con lo del milagro. Ya no estaba.
Aquella promesa, cuando años atrás le hacían un triple By Pass de urgencia, estaba cumplida. Había podido llegar a conocer a su último nieto.
Los días siguientes se debatieron entre la tristeza y la Pascua. Hasta en eso fue puntual.
Lulita camina hacia la puerta y siguiendo el ejemplo de uno de los hombres más grandes que conoció, no se llevó nada material. Tal vez eso ocasionaría una pelea con su padre. No le importaba.
Apagó las luces y salió. Respiró profundo, se sintió liviana y erguida, caminó por aquellas calles que alguna vez transitó junto a él.
Quizás las lágrimas se puedan convertir en sonrisas motivadas por los recuerdos.
Abril no le es indiferente y lo sabe.
Toma el colectivo, piensa, recuerda, vive. Vive por todo lo que fue y lo que es. Vive por el futuro y por su abuelo Guido, que la cuida como siempre.