
La escuela de frontera número seis la esperaba.
Nadie había estado de acuerdo con su decisión, pero ella sentía que aquel podía convertirse en su lugar en el mundo. Ese que muchos pasan la vida buscando, sin suerte.
El miedo venía a molestarla sin falta, todas las noches, pero ella lo ignoraba.
Nada podía detenerla.
La mañana del dos de febrero tomó conciencia del paso trascendental que daba en su vida.
Un avión hasta la capital y un micro que la dejaba en el pueblito más cercano. Todavía quedaba un último tramo por recorrer. Sólo la valija de rueditas, que parecían cansadas por el trayecto rocoso, y su bandolera extra large.
Se dispuso a buscar la forma de llegar a destino.
Finalmente un vecino del lugar se ofreció a llevar a la nueva maestra, hasta la escuela. En el viaje, el conductor le fue narrando distintas historias, algunas graciosas, otras crueles. Los niños del lugar eran muy sufridos. Nada iba a ser fácil para ellos. El sueño de la mayoría era terminar sus estudios para “ser alguien en la vida” como le recordaban sus padres, los mismos que los obligaban a debatirse entre estudiar o ayudar con el trabajo en el campo.
Había escuchado historias como esas en repetidas oportunidades, pero ahora era diferente, ella era la protagonista.
En sus manos estaba la formación de aquellos niños que intentaban, tal vez sin suerte, virar el rumbo de su destino.
La escuela estaba mejor de lo que esperaba. Le faltaba algo de pintura pero nada que no tuviera solución. Pegada a la misma se encontraba la casa que a partir de ese momento, se convertiría en su hogar.
El lugar era lúgubre, pero se propuso darle vida. Limpió y ordenó. Al día siguiente fue caminando hasta el pueblo, compró cortinas nuevas y todo lo que consideró que hacía falta.
Ese primer mes había sido duro. Estuvo a punto de desistir varias veces. Sin embargo, aferrada a los rezos que noche y día le ofrecía a
Marzo fue diferente. Los chicos comenzaron las clases y ella su tarea. Aquellas caritas reafirmaron que la decisión tomada era la correcta. Todos en el pueblo hablaban de la nueva maestra. En conjunto pintaron la escuela y con la ayuda de aquellos que habían quedado en la ciudad donde nació, pudo darles a todos, lo que se merecían. Los meses fueron pasando y el trabajo era cada vez más exhaustivo. No tenía tiempo de recordar. Muchos fines de semana visitaba el pueblo y participaba de las peñas que se armaban. Su vida había cambiado. Por primera vez sintió que aquel lugar era donde quería permanecer para siempre. Sus chicos, el motor de la felicidad.