Era su última oportunidad de echar un vistazo antes de que su padre entregara las llaves de aquella casa que la había visto nacer.
Cada espacio guardaba un secreto. Una historia. Comenzó por el que había sido su cuarto. Los claroscuros de la pared le recordaban cada póster que lo adornaba, cuando aún era una adolescente. Aquella ventana que la había llevado a soñar con mil cuentos. Cada lugar conservaba el aroma de su hogar a pesar del vacío. El patio donde estaba la hamaca. Su hamaca, aquella en la que depositaba su tristeza. Aquel rayo de sol que en primavera la llenaba de vida en el vai ven interminable.
Las altas persianas de madera barnizada, separaban los ambientes.
La calida cocina donde los aromas se entremezclaban, el pan recién horneado y el budín marmolado, la especialidad de su madre. Los recuerdos la invadían. Una vieja canción y un caballito que iba a Belén.
El living en el que tantas tardes estudiaba. Estudiaba y escribía. Escribía inspirada por aquél ventanal que la transportaba vaya a saber a que lugares. Todos aquellos ambientes se robaban un pedacito de alma. De vida felizmente vivida.
Ya no era su espacio.
Miraba todo por última vez. Intentaba recordarlo. Cada cosa en su lugar pero el eco de su voz la trajo a la realidad y volvió a sentir el vacío. Sí, a sentirlo. Aprendió que el vacío también se siente.
Ya no había más tiempo.
Cruzó aquel umbral, el mismo en el que solía sentarse todos los veranos a ver pasar los días.
Ya estaba afuera.
El auto en marcha.
La vida ya no iba a ser igual a la que conocía.